Las imágenes de la Catedral de Notre Dame de París en llamas han recorrido el mundo entero. La columna de humo, el colapso de su aguja, la flèche, y el fragor incandescente de las llamas nos dejaron boquiabiertos y atónitos a la casi totalidad de la humanidad. No existe forma de cuantificar la pérdida, no hay suma, por elevada que fuera, que pueda paliar lo que ya solo es ceniza…
Un símbolo de Francia, de Europa.
Un símbolo de una época, patrimonio de la humanidad. Sobrevivió 800 años
estoicamente, aguantó y vio desde su altura guerras, reyes, emperadores,
revoluciones… nacer y crecer a Europa, antes, durante y después de su unión.
Cual plaza fuerte ha resistido los devenires de la historia, cruenta tantas
veces, hasta convertirse en un emblema, en un signo… devorado por las llamas y
es que, no debemos olvidar, que todos, por fuertes y robustos, por importantes
o emblemáticos, por grandes y poderosos que podamos parecer o llegar a ser,
todos, absolutamente todos, somos finitos y por ende, podemos desaparecer.
Voy a permitirme, y perdóneseme
el atrevimiento, hacer un símil entre la tragedia de la amada dama parisina,
hoy de luto, y nuestra sociedad global tan asfixiada por múltiples llamaradas
de diversos focos y con un artesonado, quizá, aún demasiado frágil a pesar de
sus muchos años.
Expresión más reconocida, o tal
vez reconocible, del gótico francés, la Notre Dame surgió, como tantas otras
catedrales del momento, en plena Edad Media como respuesta a un cambio social,
económico, religioso y cultural. En una sociedad de marcado espíritu rural y
arraigada tradición feudal, nacía, poco a poco, una sociedad urbana que no se reconocía
a sí misma en los parámetros tradicionales y un tanto oscuros que hasta
entonces, y aún después, regía y gobernaba el occidente conocido. Los burgueses
afloraron como nuevos individuos, más libres pero también más liberales,
empezaban a reunirse en gremios especializados y en medio de una sociedad
teocrática y teocentralizada surgía, en paralelo a las estructuras eclesiásticas
de poder, núcleos de humanismo e iluminación. Atrás iba quedando, lentamente,
el románico con sus muros gruesos y defensivos, las iglesias dejaban de ser
castillos militares para convertirse en un espacio abierto, simbólico e irreal,
donde la luz se convierte en el elemento estructural. El ser humano iba dejando
atrás una noche oscura para ir, poco a poco, encaminando su propio camino hacia
una sociedad diferente.
Un primer golpe de globalización
se dio en Europa cuando, entre cruzados y peregrinos; canteros y artesanos
fueron llevando por el vetusto continente su conocimiento labrado en piedra y
trabajado en madera. El saber salía, de algún modo, de los monasterios a los
caminos, aunque fuera para construir iglesias. Un mismo estilo, el gótico,
nacía de las tinieblas y las cenizas del románico y una sociedad nacía de otra
y comenzaba un cambio. El feudo dio paso a los totalitarismos, reyes hegemónicos
con aspiraciones imperiales y territoriales que conformarían las naciones
europeas a golpe de batalla. El campesinado empezó a acudir a las ciudades, dejando
el feudo por el vasallaje, el capitalismo nacía en medio del cimiento de las
grandes catedrales… la injusticia y la avaricia se entretejían a golpe de cincel
y una sociedad protomoderna que trataba de dar sus primeros pasos. Era una
sociedad cruel, desigual, un tanto decadente, donde una multitud miserable de
personas de todo origen y edad vendían su fuerza de trabajo a cambio de un
lugar en la sociedad, levantando, por un escaso precio, los emblemas del poder,
emblemas construidos en piedra con el fin de ser eternos; altos, con el fin de
alcanzar el cielo, límpidos con el único fin de impresionar, y el templo pasó
de Dios a dios y poco a poco el Dios de los humildes y misericordiosos, dio
lugar a un dios más fuerte, más tangible y más fácil de “amar” un dios que
podía medirse y emplearse y que, si lo tenías, podrías mover montañas, un dios
llamado capital, un dios poderoso capaz de cambiar voluntades a coste de
libertad. El poder y el dinero ocuparon el lugar de Dios para hacerse dios en
su lugar. Siervos del primero se dejaron seducir, siendo validos de reyes,
siendo señores y príncipes, dejando el servicio al pueblo, para servirse del
pueblo, cargando el fardo de la fe a los humildes, llenando de dios la casa de
Dios, negando a la humanidad el derecho a conocer a Dios cometiendo atrocidades
en nombre de un dios, diciendo que era en nombre de otro Dios…
Surge entonces el gótico como
expresión de una sociedad que rechaza, o quiere rechazar, todo este oscurantismo.
Un arte que es cultura, que es expresión de una vivencia, de un deseo, de un anhelo.
De luz, de sobriedad, de mirar más allá. Nace como expresión de una verdad más
profunda. Entre sillares y capiteles, los gremios de canteros dejan sus huella
y su mensaje, todo el arte gótico está enervado de un doble mensaje, de un
profundo humanismo, de una fuerza que, poco a poco, va poniendo al ser humano
en el centro de una verdad, su propia existencia, existencia en la cual, por
medio de la luz, el cielo mismo es ya parte de sí, rompiendo a golpe de
vidriera la oscuridad de un régimen que se plegaba sobre sí y se cerraba, no
dejando salir nada, no permitiendo entrar a nadie. El gótico se convierte en la
expresión de la vida de una sociedad que está cambiando, una sociedad que se
está encontrando consigo misma y que está a punto de despertar, una sociedad
plural que empieza a relacionarse y que
se globaliza, que bebe de sus pasado para afrontar el futuro, que quiere
renacer, como así hará pero que al mismo tiempo se fagocita a sí misma, porque
el poder y el dinero son un premio codiciado y la injusticia y la miseria son
el arma de control y ante el avance de la sociedad, siempre hubo y hay quien
tiene intereses en que nada cambie, no sea que todos ganen y parezca entonces,
que el que pierde, es él.
Los medievales temían sobre todas
las cosas al fuego, por algo era símbolo del infierno. El fuego da calor,
permite alimentarse, da luz, es vida… pero también es destrucción, muerte,
tortura… En pleno siglo XXI este tan temido fuego ha sido quien ha hecho verdad
el temor de 800 años, un incendio ha sembrado la destrucción de un símbolo, la
cuasi desaparición de un signo, de un emblema. Con los 96 metros de altura de
su aguja, ella, la Dama de París, ha estado ahí impertérrita casi un milenio
fascinando a propios y foráneos, casi como una madre.
Hoy, ante el dolor por la tragedia, ante la
atónita mirada del mundo enmudecido ante el hecho tangible de la debilidad de
lo que teníamos por eterno, no puedo más que preguntarme por esta Europa que
hoy llora su recuerdo ¿Somos, tal vez, aún hijos de un tiempo antiguo del que
no nos hemos sabido destetar? Es cierto que es un daño irreparable la pérdida
de algo tan bello y tan sumamente importante, es nuestro pasado, pero también
era nuestro presente… tal vez, ¿Es que no estamos preparados para nuestro
propio futuro?
Europa ha avanzado mucho más en
este siglo que el los 8 anteriores y no obstante, la sombra de un medievo
confrontado y enfrentado, con luchas y aranceles, con irreconciliables fronteras,
es una sombra que planea hoy más que nunca. La sociedad está cambiando y una
nueva cultura surge en rededor de los núcleos del poder; otro pensamiento, otra
forma de arte, otra realidad incide día a día. Hoy, como pasara entonces, una
sociedad protoposcontemporanea empieza a despuntar entre la miseria y la
avaricia, entre la desigualdad y la gobalización desmedida y malintencionada.
¿Es tal vez, el incendio de nuestra amada Notre Dame, un aviso de que, como
toda madre, la que dio a luz a nuestra civilización, adolece de vejez, y es
hora de emprender nuevos caminos? Descarbonizar Europa, vivir conforme a un
estilo natural que respete el clima y el medio ambiente. Pasar de la caridad de
los pudientes hacia los débiles a un modelo de solidaridad donde todos quepamos,
alcanzar la igualdad, la equidad, la fraternidad… hacer verdad el espíritu de
aquella época que encontró en el gótico su clímax, hacer del mundo el paraíso eterno,
traer el cielo a la tierra, armonizar cada elemento hasta alcanzar la pureza de
las estructuras, unas estructuras sociales que sean reflejo de la estructura
catedralicia, donde todos conformemos una estructura bella, limpia, límpida,
sencilla, austera, luminosa, más allá de lo meramente material, sino fijado en
lo sensorial, donde el ser humano ocupe el centro de la acción del ser humano, do
ut des, poniendo el enfoque en el presente, aprendiendo del pasado, para poder
construir un futuro.
Reconstruyamos Notre Dame, hagámoslo reconstruyéndonos
a nosotros mismos, porque ¿De qué servirá una catedral que dure 1000 años, si la
humanidad entera se condena antes? ¿De qué valdrá levantar en piedra el símbolo
de nuestra cultura, si no aprendemos nada de ella?
Notre Dame nos deja un mensaje
con sus cenizas, la eternidad existe y está en nuestra mano, el cambio siempre
es bueno, avanzar es necesario. Es importante conservar, preservar, pero también
crear. No existiría el gótico si hubiésemos cesado en el románico. A veces el
progreso asusta, porque a veces avanzar supone soltar lo que tenemos por nuestro
y por autentico para aceptar que sea de todos o que tal vez, pueda no ser
verdad. Notre Dame un día fue una idea, un sueño, un proyecto y durante 800
años, una realidad. Hoy más que nunca es todo ello, un sueño, un recuerdo, una
realidad, una dura verdad. Un proyecto, una ilusión… ¡reconstruyamos Notre Dame!
¡Reconstruyamos Europa!, salvemos Notre Dame salvando el mundo. Creemos
cultura, avancemos juntos, seamos humanos, creemos humanidad.
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